Una amiga y colega me propina un rapapolvo cuando, ante terceros y en un descuido, la presento como "arquitecto".
Tiene toda la razón. La Real Academia de la Lengua bien indica que la acepción "arquitecta" existe. Y, además, es una palabra muy bonita. Así que, desde entonces, mido más mi vocablo en estas situaciones y desde luego cuando se trata de la mentada, no sea que pase de las palabras a los hechos y me arree con el bolso, o peor aún, me clave el compás.
Bromas aparte, esta liviana anécdota me ha llevado a rumiar un poco sobre las arquitectas.
En mis primeros años en la Escuela de Arquitectura, allá por el setenta y cinco, la presencia femenina en nuestras aulas era casi inexistente. En el primer curso, de más de cien individuos, solo "teníamos" dos chicas. Y la cosa era tan singular que aun recuerdo bien sus nombres : Margarita e Isabel. Aquella excepción duró muy poco tiempo, pero mientras tanto, ambas eran como dos ínsulas perdidas en aquel océano de masculinidad y de tanto moscón.